Desde 1886, la Constitución había prescrito a favor de la libertad de los trabajadores, pero en la práctica con cierta frecuencia se hacía caso omiso, no sólo porque en el campo e incluso en los pueblos casi nadie estaba enterado de las leyes, sino porque primaban los intereses de los hacendados. La administración de la justicia pocas veces estaba a favor de los más pobres. Sin embargo, el problema mayor provenía de que los jornaleros por sí mismos no encontraron la forma de hacer sentir sus derechos, ni siquiera mediante el reclamo o la denuncia, más bien cuando los hechos sucedían eran presa del temor de ser capturados y llevados a la cárcel. Desafortunadamente, estos casos nunca fueron tomados de oficio por las instancias judiciales. Así finalizó el siglo XIX y comenzó el siglo XX.
Pudiera pensarse que los casos de incumplimiento de trabajo por parte de los jornaleros y los abusos contra ellos no eran tan frecuentes. Obviamente lo era donde existían haciendas y fincas, es decir, donde el problema de la concentración de la tierra era grande. Dada la persecución contra los quebradores de trabajo, estos solían deambular de un lugar a otro para evitar ser reconocidos y capturados por las autoridades. Eso hacía que aparentaran ser vagos. Cuántos se hacían en realidad vagos no se sabe.
No obstante, hay que aclarar el fenómeno de la vagancia. Muchas veces la vagancia no fue solamente un hecho, sino también una construcción social, es decir, una invención ideológica de las elites, hacendados, autoridades y de la opinión pública para legitimar el mantenimiento, de manera coercitiva y controlada, de un contingente permanente de mano de obra en las haciendas o para obras públicas. Estas elites o las mismas autoridades no vieron o quisieron ver que la vagancia era producto indirecto del auge de la caficultura, pues muchos indígenas y campesinos quedaron excluidos de los derechos de propiedad sobre la tierra privatizada.
Los decretos del siglo XIX calificaron como “vagos” a aquellos individuos que no tuvieran oficio lícito o modo honesto de vivir y, que aunque lo tuviesen, no lo ejercieran. Los alcaldes, jefes de policía, auxiliares, entre otros funcionarios locales, estuvieron encargados, por órdenes del Gobierno nacional, a vigilar las zonas rurales, los caminos y las poblaciones para proteger a la ciudadanía honrada de vagos, ociosos y delincuentes. Los mecanismos ideados para prevenir, controlar y extirpar la vagancia fue la creación de “pasaportes”, empadronamientos para mano de obra, vigilancias policiales, entre otras.2
Los campesinos, propietarios de pequeñas parcelas –la gran mayoría de la población rural hasta la década de 1920–, trabajaban sus tierras gracias a que contaban con la mano de obra del conjunto de la familia. El padre, la madre y los hijos hacían producir el terruño. Pero, los pequeños productores de café contrataban trabajadores o establecían relaciones de colaboración con sus vecinos en las épocas de mayor demanda de fuerza de trabajo, es decir, durante la cosecha. Esta última modalidad les permitía efectuar las labores de recolección sin necesidad de gastar dinero en el pago de mano de obra adicional. Simplemente, con el trabajo de los miembros de la familia pagaban la ayuda recibida de parte de otras familias campesinas en los períodos de recolección del grano.
Las familias campesinas que contaban con parcelas medianas podían sobrevivir con el trabajo en sus propias tierras. En cambio, aquellas que tenían muy pequeñas extensiones de tierra, se veían obligadas a colocar a algunos de sus integrantes, fuesen hombres o mujeres, como jornaleros en las haciendas. Muchas veces, las muchachas jóvenes emigraban a las ciudades en busca de un salario que contribuyese a mantener a su familia campesina. Allí, sus posibilidades de trabajo se reducían al servicio doméstico o a la prostitución.
Las condiciones de trabajo de los pequeños productores eran muy difíciles, pues, como se mencionó anteriormente, los que les prestaban dinero se apropiaban de la mayor parte de las ganancias obtenidas. Cuando los campesinos se veían imposibilitados de pagar sus deudas, el Estado se encargaba de rematar sus propiedades al mejor postor. Entonces, después de perder todas sus tierras, los integrantes de la familia engrosaban las filas de jornaleros en las haciendas.
Desde inicios del siglo XX, el desarraigo campesino de la tierra empezó a hacerse visible y a manifestarse como problema. Era el mismo problema que se había vislumbrado antes de la supresión de las tierras comunales y ejidales; por tanto, con la privatización de la misma se pretendió solucionar un problema creando otro, o más bien, se trató de evadir una responsabilidad mayor en el futuro inmediato, esto es, encontrar un modo de tenencia de la tierra cuando la población se viera incrementada, de tal modo que posibilitara la producción para la reproducción de la vida.
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